El viejo, el niño y yo.

Una de las etapas más difíciles por la que pasé en mi vida se debió a mi sensación de no tener alternativas, de ver las cosas como son, sin salida y resignado a una felicidad a medias. Sin saberlo, yo mismo me había condenado a vivir una vida sin sentido y sin alegría pensando que era mi destino, mi mala suerte o una decisión divina de alguien más. Mis pensamientos estaban ciclados en la disfuncional situación que me encontraba y solo una profunda frustración maquillada con tristeza e impotencia me acompañaba día tras día, pensando que era mi peor enemiga. Realmente no podía hacer nada al respecto.

Por suerte ya había encontrado el yoga y las técnicas de respiración consciente años atrás, después de haber experimentado la sensación de una depresión severa. Nuevamente, pensaba que la depresión era mi peor enemiga en aquellos días.

A pesar de que no tenía el poder para salirme de aquella situación en la que yo mismo me había metido y que estaba dispuesto a vivirla (“morirme” es la palabra correcta), no estaba resignado a dejarme caer completamente, pues seguía leyendo, meditando y practicando yoga; debo confesar que esto lo hacía casi sin darme cuenta, de forma natural, ya era parte de mi. Dedicarme tiempo me regresaba algo de la energía que me quitaba aquella situación.

Una tarde, en una relajación después de mi práctica de yoga, entre la somnolencia, tuve la siguiente experiencia:

Me encontraba dando una plática a un grupo de niños, los cuales me miraban con bastante atención. Esto se debía a que yo era un viejo maestro con mucho conocimiento por compartirles. Para mi era muy real, ese era mi presente; un hombre mucho mayor, sentado dando cátedras a niños. No se sentía nada mal. Mis mejores amigos son los niños y tenía la oportunidad de inspirarlos, de motivarlos, de enseñarles que podían ser lo que quisieran ser.

Era mi futuro ideal. Y ahí estaba ese niño, con su grandes ojos que brillaban por sí solos, atento a cada una de mis palabras, sin pestañear. Me sentía realizado. Le hablé directamente a él, me inspiraba a decirle que no había límites, que los sueños que él eligiera serían realidad tarde o temprano, que en él había una inteligencia milenaria que siempre lo guiaría através de su vida, que siempre confiara en él sin importarle nada ni nadie más y que nunca, nunca se rindiera ante la más alta meta, su propia felicidad.

Parecía que mis palabras eran energía pura para su ser. Su sonrisa crecía en su pequeño rostro y de su boca salieron estas palabras inocentes: ¿Tú lo hiciste?

Regresé de golpe a mi realidad, muy conciente, con su voz dentro de mí: ¿Tú lo hiciste?

Yo estaba de vuelta, en mi presente, con mi situación y problemática. Nada había cambiado en mi vida. Solo había un nuevo pensamiento en ese instante. Un pensamiento que me hacia sentir vivo nuevamente, que había hecho una fisura en esa realidad que vivía y por la cual veía nuevas posibilidades. Veía a una persona libre, feliz y llena de poder personal.

Este fue el pensamiento: pase lo que pase, quiero que cuando me encuentre a ese niño y me pregunte ¿tú lo hiciste? quiero decirle con orgullo y una sonrisa igual a la de él: Sí, yo lo hice. Quiero llegar a viejo sintiéndome tan bien conmigo por haber confiado en mí y solo en mí, porque fui congruente y por que siempre fui tan fuerte y valiente para amarme y ser feliz. Quiero sentirme feliz por haberme convertido en la persona que más ame, respeté, acepté y protegí en mi vida.

Solo fue un pensamiento lo que necesitaba para tomar las riendas de mi vida, para sentirme ilusionado por despertar cada mañana libre de preocupación y agobio, para caminar y sentir nuevamente el aire en mi, para disfrutar la risa de alguien al pasar, para soñar nuevamente.

Con este nuevo pensamiento, nada ni nadie me pudo parar. Tome mi responsabilidad, acepté lo que viniera por mi nueva elección que estaba basada en mi propia felicidad. Mi felicidad era lo importante, lo demás fueron por menores.

Hoy me doy cuenta que aquella tarde fui el viejo que emergió de un presente sin decisión a la deriva de un mundo que no era el mío, con la esperanza de que alguien lo escuchara. Esa tarde fui el niño que se inspiró con las palabras de ese viejo y se sintió guiado a creer en sí mismo y alcanzar sus sueños. Aquel día, yo supe que nada valía la pena si no era feliz.

Y aunque todavía quedan sueños por alcanzar, en mí hay un niño que cree en si mismo y un viejo que está orgulloso de lo que ha vivido.

Y tú… ¿lo hiciste?

Christian Pardo: Asesoría Emocional. Terapia Online y Telefónica




Sesiones personales, clases y más...


a





Recomendaciones...